El precio de los combustibles, especialmente el precio del gasoil, no va a dejar de subir. No se trata de un problema coyuntural de los mercados, de desajuste entre oferta y demanda tras la pandemia, como pretenden explicarlo los economistas mainstream. Es un problema estructural que se deriva del declive del petróleo, del fracaso de la industria para encontrar alternativas al crudo convencional y de la deslocalización hacia Asia de la producción de productos refinados en el mercado global.
Las consecuencias que tendrá la imparable escasez y consiguiente encarecimiento de los combustibles serán tremendas, generará sufrimiento en amplios sectores de la población, sobre todo en las zonas rurales, y desencadenará tensiones y conflictos en muchos sectores de la economía para los que el combustible es un input básico.
¿Por qué se encarecen los combustibles?
Los combustibles se obtienen destilando el petróleo crudo en una refinería. Del petróleo se obtienen, por ejemplo, gases licuados (propano, butano), ingredientes para la industria química (nafta), una variedad de combustibles (gasolinas, keroseno, gasóleo, fuelóleo) y compuestos pesados restantes, como el búnker y el alquitrán, que también se aprovechan.
Pero los petróleos que se extraen hoy, a medida que su producción ha entrado en un declive acelerado, son cada vez de peor calidad. Ahora se explotan yacimientos de crudos pesados y muy pesados, que antaño fueron descartados por su baja calidad y su excesivo contenido en alquitrán, pero ahora son las reservas que quedan. No hay más. También se explotan productos tan mediocres como las arenas bituminosas, de pésimo rendimiento y con gran destrozo ambiental.
En resumen, lo que producen las empresas petroleras son crudos cada vez peores, tienen menos poder energético (técnicamente hablando una Tasa de Retorno Energético bastante menor), son más pobres en contenidos volátiles y combustibles ligeros y tienen, en cambio, un mayor contenido de alquitrán y sustancias indeseadas como el azufre o el arsénico. Son peores y la consecuencia es que cada vez se puede obtener menos gasoil del petróleo.
Para producir gasoil, las refinerías se ven ahora obligadas a mezclar los crudos pesados, cargados de alquitrán, con petróleos ligeros obtenidos mediante la técnica del fracking. También optan por sacrificar una parte de la producción de fuelóleos para poder atender la demanda de gasoil. Pero a pesar de todos los esfuerzos de la industria, la producción de gasoil está experimentando ya un declive acelerado. No se puede hacer más.
La producción de gasoil, tras alcanzar su pico en 2016, no consigue recuperarse y ha perdido ya un 15%
¿Qué consecuencias tendrá?
Van a ser muchas las víctimas de la escasez de gasoil: la movilidad privada en vehículos de combustión, los sistemas de calefacción que utilizan calderas diésel, la agricultura, la minería y las obras públicas, que utilizan mucha maquinaria pesada, la pesca cuyos barcos se mueven con diésel, el transporte de personas y mercancías e, incluso, una parte muy sustancial del transporte público en trenes y autobuses que se mueven con motores diésel. En resumen, es difícil prever la enorme cantidad de efectos encadenados que arrastrará la escasez y la carestía del diésel. Lo que está claro es que traerá un agravamiento de la pobreza energética y será un freno muy importante al desarrollo económico.
La movilidad privada se va a resentir mucho. Este impacto se notará especialmente en las zonas rurales, en las que la movilidad depende del vehículo privado, como consecuencia de la falta de servicios de transporte público. Dado el diseño urbano de las ciudades, que se han configurado de modo disperso sobre el territorio como si el automóvil fuese parte inseparable del organismo social, la carestía castigará a quienes viven en lugares muy alejados de su lugar de trabajo y a quienes acostumbran a visitar áreas comerciales y de ocio lejanas. Los viajes de placer, las salidas de fin de semana y el uso despreocupado del coche se restringirá, para la mayoría de la población, por razones económicas.
Las empresas medianas y pequeñas, que utilizan muchos vehículos industriales movidos por diésel para el trabajo, los repartos o los servicios de mantenimiento, verán crecer sus costes operativos y tendrán que repercutir en los precios de sus servicios el coste cada vez mayor del combustible. Está sucediendo ya. La escasez de diésel está castigando al tejido empresarial y, de rebote, a todos los consumidores.
Las empresas y los sectores económicos que consumen grandes cantidades de combustible entrarán en crisis. La industria, el transporte de mercancías y de personas, la minería, la agricultura industrial sufrirán un fuerte impacto en sus costes por el encarecimiento de los combustibles y, especialmente, del gasoil por ser el combustible más usado en la industria.
La consecuencia inmediata del traslado de costes a los consumidores es el aumento de la inflación. Es de prever que los trabajadores de estos sectores emprendan movilizaciones para recuperar el poder adquisitivo perdido. También es previsible que las empresas tengan la tentación de equilibrar sus costes endureciendo las condiciones laborales de los trabajadores y de aprovechar las movilizaciones para reestructurarse y desprenderse de sus secciones más débiles en un entorno tan difícil.
Repercusiones políticas
El encarecimiento de los combustibles creará malestar en los consumidores y tensiones sociales y económicas. El uso político de estas tensiones es y será una tentación en la confrontación política. Para la ciudadanía no es fácil de aceptar que los costes de la energía sigan subiendo sin parar. Lo más fácil es culpar al gobierno del estancamiento económico y la alta inflación, ignorando que las causas objetivas están en que hemos alcanzado ya los límites de la disponibilidad de recursos fósiles y, especialmente, de combustibles fósiles baratos.
Pero me temo que a esa tentación sucumbirán todos los sectores económicos con un consumo intensivo de combustible, construyendo el relato de que son víctimas de una mala gestión, presentando sus cierres patronales como movilizaciones justas de sus trabajadores. Está sucediendo ya (organizaciones agrarias, empresas de transporte, empresas metalúrgicas, etc.).
Para salir del atolladero todos los sectores exigirán medidas de protección para sus empresas: precios especiales para la energía, subvenciones para la adquisición de insumos y reducciones fiscales. Obviamente, será imposible atender todas estas demandas. No sólo porque nos hemos comprometido, en las sucesivas cumbres del clima, a eliminar paulatinamente las subvenciones a los combustibles fósiles para reducir las emisiones de efecto invernadero, sino porque habrá que contestar a una pregunta: ¿quién debe asumir el coste de ese trato especial al transporte, a la agricultura o a la industria?
Lo más peliagudo es que todas las crisis que hoy se abaten simultáneamente sobre el mundo, el cambio climático, el declive del petróleo, las migraciones masivas, el agotamiento de materias primas y el derrumbamiento de la globalización, van a crear una atmósfera explosiva. La utilización política sin complejos de este malestar, la difusión de noticias falsas y la desinformación sobre sus causas, en un entorno de relatividad moral cultivada por el neoliberalismo más ramplón, allana el camino para las opciones políticas autoritarias y violentas.
Debemos superar la crisis de imaginación política para construir otros discursos, como se está intentando ya desde algunas fuerzas de izquierda, para contrarrestar el «sálvese quien pueda» y poner en pie otros proyectos de país, capaces de organizar el inevitable decrecimiento material que viene, de forma justa y solidaria. De lo contrario veremos extenderse el virus de la barbarie. Ojalá lleguemos a tiempo.
Vivo con vergüenza el abismo de desigualdad de nuestro mundo. Me ofende y me hace sentir culpable la obscena desigualdad entre los países hiperdesarrollados, como el mío, y los países en los que las hambrunas y epidemias ya no son noticia. Asisto avergonzado al espectáculo frecuente de las multitudes que viven en la calle, a las colas del hambre, al paliativo de los bancos de alimentos, a la exhibición farisea de la caridad.
Las colas del hambre, los bancos de alimentos son el único recurso que le queda al 25% de la población española que vive por debajo del umbral de la pobreza
También me golpean las noticias de la llegada de oleadas de migrantes a las orillas de Europa. Los noticiarios recogen, a diario, el hallazgo de pateras en alta mar, de centenares de muertos, de mujeres y niños ahogados. Las multitudes que huyen de las guerras, el terror y la miseria en Oriente próximo o en África, y acaban estrellados contra los muros terribles de las fronteras de Europa, en las que nuestros gobiernos aplican una política criminal e inflexible, en nuestro nombre, por nuestra seguridad, dicen.
Sé que todas estas situaciones tienen un origen común, estructural, en la explotación por el capitalismo triunfante de las personas y la naturaleza, pero ese argumento no me sirve de excusa, por muy manido que sea. Lo preocupante es que me he ido acorazando, que me he ido acostumbrando a esas dosis diarias de crueldad, cuando debería gritar de rabia.
La pandemia desatada en el mundo por el virus SARS-CoV-2 ha sido un aldabonazo que ha puesto en jaque el status quo, el mantenimiento de las desigualdades y las fronteras. El virus ha agudizado las contradicciones de nuestras sociedades acomodadas, consumistas y acostumbradas al narcisismo de la libre voluntad de sus ciudadanos. También ha puesto de manifiesto el desamparo en el que ha quedado el resto del mundo que, a estas alturas, apenas ha conseguido vacunar al 5% de su población.
En todos los países desarrollados se han producido violentas manifestaciones de protesta, bajo consignas de libertad, de los que no quieren aceptar las restricciones ni vacunarse para evitar el contagio de COVID
La negativa de amplias capas de la población europea a seguir los consejos científicos para enfrentar la enfermedad y su negativa a vacunarse me resulta escandalosa. Su incapacidad de soportar las restricciones, el uso de mascarilla o los confinamientos preventivos obligados por las sucesivas olas de la pandemia, es decir, su resistencia a aceptar la más mínima restricción a su libre voluntad, contrastan vivamente con la entereza y resignación de los países más empobrecidos, que demandan vacunas y recursos sanitarios para acabar con la enfermedad.
En zonas remotas y poco pobladas de África, los servicios sanitarios se prestan en lugares de reunión, atendidos por profesionales admirables, donde ofrecen atención médica o planificación familiar,
Pues bien, en este marasmo de una sociedad atiborrada de opciones de consumo, ansiosa por satisfacer sus deseos en las compras navideñas y los Black Friday, leo en el Guardian cómo se las ingenian en África para llevar las pocas medicinas que les llegan hasta sus destinatarios. En un territorio agreste, polvoriento y azotado por la sequía, sin vías de comunicación y sin otros medios de transporte que una caravana de camellos, me admira la valentía, la decisión y el esfuerzo de las gentes comunes para transportar las medicinas hasta quienes las necesitan.
El contraste es descorazonador. Países, terriblemente empobrecidos por siglos de explotación colonial y esclavitud, demandan en vano a los países ricos medicinas y vacunas para proteger a su población. Las pocas vacunas que pueden adquirir en el mercado son distribuidas . A la vez, en Madrid se han desechado cientos de miles de vacunas cuya fecha de caducidad ha vencido, del mismo modo que en Estados Unidos se han desechado millones de vacunas.
Ha pasado más de un año desde que se desató la pesadilla de la pandemia provocada por el virus Sars-CoV-2 y ya nadie sostiene que de esta catástrofe saldremos más fuertes y con algunas lecciones aprendidas. A la vista está que no hemos aprendido nada. Sigue viva la amenaza de contagio y, ante la perspectiva de prolongar el parón económico otro verano más, los gobiernos están acelerando las campañas de vacunación y levantando las restricciones, con el riesgo evidente de iniciar una quinta ola de contagios y eternizar la pandemia.
La cercanía de la campaña de verano urge a confiar en la vacunación a pesar del riesgo
La Covid-19 está siendo una prueba de fuego para el armazón económico, social y moral de nuestra civilización. Se ha puesto en evidencia el excesivo peso de algunos sectores económicos, como el turismo y las finanzas, frente a la economía productiva, la sanidad, la investigación o la educación. La gestión de la pandemia ha destapado el descarnado interés de algunos grupos políticos, del espectro conservador, en obtener y conservar el poder a cualquier precio, utilizando la enfermedad y la muerte para sus propósitos. Se ha profundizado más aún el descrédito de nuestras instituciones políticas y judiciales, que se ha traducido en una crisis de representación de gran envergadura.
Todo esto se ha visto favorecido y agravado por el papel vicario de muchos medios de comunicación, prensa diaria, cadenas de radio, televisión y plataformas digitales, convertidas en máquinas de desinformación y propaganda al servicio de los intereses de las élites de este país. No son fenómenos que suceden sólo ahora y aquí, en nuestro país. La pandemia ha aflorado las mismas miserias en todos los países desarrollados, porque compartimos un orden económico y social común, sustentado en la satisfacción personal por el consumo, el hedonismo y la competición.
La pandemia ha sobrevenido en plena crisis del modelo neoliberal. Frente a las abrumadoras evidencias del calentamiento global, el agotamiento de los recursos energéticos y minerales y el previsible colapso de la economía de mercado global sin normas (aka libre mercado), hace ya tiempo que las élites económicas han puesto en marcha toda clase de estrategias e instrumentos para combatir las razones científicas, políticas y éticas que exigen un cambio de modelo económico y social. Para ello han creado y financiado generosamente un sinfín de medios de comunicación, think tanks, lobbies y «científicos» a sueldo, para difundir toda clase de bulos, campañas de desinformación y apoyo a grupos negacionistas.
La consecuencia es que la aparición de la pandemia en plena crisis del neoliberalismo, en un campo de batalla en el que la verdad es opinable, las recomendaciones científicas son discutibles e impera un relativismo absurdo, no solo hace más difícil combatir la infección, sino que dificulta mucho pensar y proponer acciones y políticas encaminadas a cambiar de modelo. Vivimos una época desgraciada en la que el desprecio deliberado de la verdad y la ignorancia de la ciencia se han convertido en sinónimos de una versión bastarda de la libertad.
Muchos sosteníamos (nótese el pesimismo) que el parón económico derivado de la Covid abriría un espacio de reflexión y oportunidades inéditas para elegir el modo de reiniciar la actividad tras la pandemia. Creíamos que podríamos suprimir subvenciones y estímulos a las actividades superfluas, nocivas o contrarias a los compromisos adquiridos de reducción de emisiones y de protección de la biodiversidad. Soñábamos que podríamos derivar los estímulos y las ayudas hacia aquellos sectores económicos capaces de poner en pie una economía distinta, inclusiva y respetuosa con el medio ambiente.
Pero la epidemia sigue extendiéndose, el virus va mutando y algunas de sus variantes sobrevive y se reproduce, a pesar de las medidas de contención de la movilidad y gracias al abandono en que hemos dejado a la mayoría de la humanidad. Las escenas del frenesí alcohólico masivo, en muchas grandes ciudades, tras declarar agotado el estado de alarma no invitan al optimismo. Frente al parón de la economía, las élites políticas no parecen capaces de concebir otra solución que las medidas de estímulo monetario, que se traduce en un agravamiento de la deuda, para volver a retomar el juego donde lo dejamos, rebajando incluso los objetivos climáticos y fiscales hasta que la situación económica mejore.
Nada que celebrar, nada nuevo bajo el sol, otra gran oportunidad perdida.
Aunque parezca que siempre estuvo con nosotros, la electricidad es un avance muy reciente de las sociedades modernas. Mis abuelos vivieron en un mundo sin electricidad, en el que se cocinaba con leña y carbón y en el que se alumbraban con velas, candiles y lámparas de aceite. Hoy, en pleno siglo XXI, más de mil millones de personas no tienen aún acceso a la electricidad. En España, hace tan solo 100 años, a finales de los años 20 del siglo pasado, se empezaba a generar electricidad alterna, en centrales hidráulicas, con una potencia instalada de 1,5 Gw.
Más de mil millones de personas viven aún sin acceso a la electricidad, como sucedía en España a principios del siglo XX
La guerra civil y la posguerra trajeron consigo hambre, miseria y un estancamiento del desarrollo eléctrico. Durante los años 50 y 60, con el fin del aislamiento internacional del régimen, el sector eléctrico creció absorbiendo la mayor parte de las inversiones de capital de la época, a tipos de interés privilegiados, para impulsar el desarrollo. En los 70 se alcanzaron los 18 Gw de potencia instalada y en los 80 entraron en funcionamiento cinco grupos nucleares, de modo que a finales de los ochenta España tenía más potencia instalada de la necesaria.
A finales de los 80, el precio de la electricidad estaba regulado por el estado, con el llamado Marco Legal Estable, que fijaba precios comunes para todo el sector, de modo que la recaudación por el recibo de la luz servía para amortizar y retribuir las inversiones, los costes de producción y distribución de la electricidad y una corrección por desviaciones al finalizar el año.
La liberalización de la electricidad en Europa
En 1996, se aprobó una directiva europea para introducir la competencia y liberalizar el mercado eléctrico en Europa. La transposición de dicha directiva supuso un vuelco en la organización del sistema eléctrico español que, con la ley 54/1997, dividió el negocio de la electricidad en cuatro actividades diferenciadas: generación, transporte, distribución y comercialización. Dos de esos sectores quedaron bajo la regulación del estado (transporte y distribución) y los otros dos en régimen de libre competencia (generación y comercialización).
Desde la aprobación de dicha ley 54/1997 los sucesivos gobiernos han dictado un diluvio de decretos ,una verdadera catarata de normas y regulaciones, que modifican, suspenden o amplían las disposiciones anteriores, hasta el punto de hacer incomprensible el gigantesco galimatías en el que se ha convertido el sistema eléctrico.
La regulación del sistema eléctrico es tan prolija y cambiante que resulta muy difícil seguir el hilo de las normas aprobadas, modificadas y derogadas por otras normas posteriores
De puntillas, en el preámbulo de la ley, puede leerse un párrafo de enorme trascendencia: a partir de 1998, la electricidad dejó de ser un servicio público, regulado y promovido por el estado, para convertirse en una mercancía más, que se compra y se vende en el mercado. Las consecuencias de este cambio son enormes: el derecho a una vivienda digna, amparado por la Constitución de 1978, no incluye el derecho a unos suministros básicos de la vivienda, ni el agua, ni la calefacción ni la electricidad.
En el preámbulo de la ley del Sector Eléctrico de 1997 se anunciaba que la electricidad ya no será un servicio público
El precio de la electricidad
El objetivo pregonado para justificar la reforma del sector eléctrico era aumentar la competencia, liberalizando el mercado para garantizar un suministro eléctrico de calidad al menor coste posible. Desde este punto de vista la reforma ha sido un completo fracaso, porque en 22 años el precio de la electricidad no ha dejado de subir y la regulación del sistema ha estado más atenta a garantizar la salida al mercado de la oferta en lugar de regularse en función de las necesidades de los consumidores.
La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia reconoció, en 2015, que la electricidad se había encarecido un 83,2% en los últimos 12 años
Hemos tenido y seguimos teniendo, como puede verse en las estadísticas de Eurostat para 2019, la electricidad más cara de Europa, descontando Dinamarca, Alemania y Bélgica, países en los que el recibo de la luz incluye una fuerte carga impositiva para financiar su transición energética y la isla de Irlanda, que está desconectada del continente y no tiene recursos energéticos propios. Nuestros precios están por encima de la media de la unión europea y seguimos sin planes para financiar nuestra transición energética.
Así pues, la liberalización puesta en marcha en 1998 ha convertido la energía eléctrica en un producto de consumo más. No ha traído una mejora en el suministro, que sigue estando en manos de muy pocas empresas que controlan el mercado en régimen de oligopolio sin competencia. Tampoco ha conseguido contener los precios, que no han dejado de subir, a pesar de que hay exceso de oferta. Las famosas leyes del mercado, que aseguran que los precios de los productos son el resultado del equilibrio entre la oferta y la demanda, no se cumplen en el mercado de la electricidad. Y como en España hay 4,6 millones de personas que no pueden hacer frente al recibo de la luz y por eso no pueden mantener una temperatura adecuada en su casa, nada ni nadie impide el corte de suministro por impago. La electricidad es una mercancía.
Un sistema orientado a la oferta
Y es que el sistema eléctrico español está organizado para satisfacer las exigencias del oligopolio que controla la práctica totalidad de la generación, la distribución y la comercialización de electricidad. Este selecto grupo, compuesto sobre todo por Iberdrola, Endesa, Naturgy, con la compañía más modesta de EDP y Repsol-Viesgo, ejerce una potente acción de lobby sobre el regulador, no importa de qué color político sea el gobierno. Para conseguirlo ofrecen puestos en sus consejos de administración a personas que hayan ocupado cargos relevantes. En resumen:
Los consumidores domésticos necesitamos la electricidad porque es un suministro absolutamente necesario para la vida cotidiana. Así que el oligopolio dispone de un mercado cautivo de unos 30 millones de clientes, que no pueden dejar de comprar su producto.
El precio de la electricidad se fija en un mercado especulativo, en el que se vende electricidad procedente de distintas tecnologías de generación para componer la oferta o mix. El precio de la electricidad, en cada hora del día, es el precio de la más cara de las que entran en el mix. Es como si los fruteros, por ejemplo, cobrasen todos los productos de su tienda al mismo precio, el de la fruta más cara.
El oligopolio tiene tantos privilegios y su poder e influencia sobre el sistema político es tan grande que pueden exigir y conseguir que el gobierno legisle en su beneficio, fijando tarifas sin evaluar sus costes, compensándoles por las infraestructuras innecesarias y retribuyendo sus inversiones fallidas.
¿Cuántos empresarios sueñan con tener un negocio como este?
La situación del transporte público en el Valle del Tiétar y Sur de Gredos es lamentable. Estamos mal comunicados con Madrid, con una única línea de autobús, que para poco en los pueblos apartados de la carretera 501, y prácticamente incomunicados con Ávila y Talavera. Esta situación de aislamiento se ha agravado recientemente con la decisión de la empresa Samar de reducir el número de servicios diarios a Madrid, dejándolo tan sólo en 4 servicios de ida en días laborables, que salen de Arenas a las 5:45, 9:00, 11:00 y 16:45 y 5 servicios de regreso, que salen de Madrid a las 9:00, 13:00, 16:00, 18:00 y 20:00 horas.
Esta situación era de esperar. Cuando analicé, en el anterior artículo titulado Una nueva ruralidad, el impacto que podía tener el colapso económico en las zonas rurales decía: «La escasez de servicios que sufren las zonas rurales puede agravarse bastante si la atonía económica empuja a la empresas concesionarias de servicios a reducir los servicios prestados o a renunciar a las concesiones. ¿Qué empresa de transporte de viajeros querrá asumir un servicio, que ya es deficitario, si sigue bajando la demanda y el monto de la licitación es más escaso? ¿Qué empresa de ambulancias querrá o podrá prestar un servicio de calidad si se reduce aún más el importe de la concesión?«. Pues parece que la predicción se ha cumplido. La única línea de autobús que nos comunica con Madrid no es lo bastante rentable. Son de esperar ajustes de plantilla.
El coche particular, ¿no queda otra?
Con este panorama, el coche privado es la alternativa más utilizada para superar el aislamiento y resolver nuestras necesidades de movilidad. Ir a hacer gestiones a la ciudad, ir a trabajar a la finca o moverse entre los municipios vecinos sólo puede hacerse actualmente con el coche privado. Sucede prácticamente en todas las áreas rurales del país, donde es difícil establecer un servicio de transporte público frecuente.
Pero las consecuencias de movernos fundamentalmente con coches privados son negativas:
Económicas: pagamos de nuestro bolsillo una flota de coches particulares. Cada uno de ellos comporta un gasto considerable para su propietario, en combustible, mantenimiento, seguros, ITV y tasas. Además, nuestra flota de coches es un activo inmovilizado, que permanece sin uso más del 95% del tiempo. Es una situación absurda, lo mires por donde lo mires.
Ecológicas: todos nuestros vehículos consumen combustible y contaminan. De hecho esa es nuestra contribución principal al calentamiento global y el cambio climático. La infraestructura que nos permitiría tener coches eléctricos es aún inexistente.
Sociales: El aislamiento tiene consecuencias para nuestro desarrollo comunitario. ¿Cómo aumentar la participación en actos culturales, mercados o festejos que tienen lugar en municipios distintos del nuestro? Un sistema de transporte público en el Valle potenciaría nuestro crecimiento como comunidad.
Hay una solución: el transporte mancomunado
Una forma de solventar el problema del aislamiento es constituir un sistema de transporte propio, compuesto por una flota de minibuses, que preste servicio a todos los municipios del Valle y comunique todos los pueblos del Tiétar y el sur de Gredos, desde Candeleda hasta San Martín de Valdeiglesias, donde la comunicación con Madrid está bien resuelta con la línea 551 de autobuses del Consorcio de Transportes de Madrid.
Si, además, se tratase de minibuses eléctricos, miel sobre hojuelas. Durante la noche se podrían recargar con la red eléctrica o con las baterías de varias electrolineras fotovoltaicas construidas en sus estaciones base de, por ejemplo, San Martín, La Adrada, Lanzahita y Candeleda.
A modo de avance, que debería explorar y concretar un grupo de trabajo creado al efecto, sugiero que los municipios que quieran participar en esta iniciativa, constituyan una entidad de derecho, una sociedad mercantil cuya finalidad sería proporcionar servicios de transporte en el Valle.
Animo a los alcaldes y alcaldesas de todos los municipios del Valle a reunirse para formar ese grupo de trabajo y analizar qué tipo de sociedad crear para explotar el transporte interno, cómo hacer viable esta iniciativa en un plazo razonable, con qué cantidad, tipo y tamaño de vehículos se podría empezar, qué régimen de propiedad o leasing de los vehículos sería mejor y cuántos puestos de trabajo de conducción y gestión serían necesarios.
Una acumulación de crisis simultáneas, climática, sanitaria, económica, energética y social, han coincidido en el tiempo y parecen estar anunciando el colapso de la organización social del capitalismo neoliberal, el orden que nació con la revolución industrial. El mundo rural se va a ver dramáticamente afectado por las consecuencias del colapso y no vamos a poder ignorarlo. No son simples noticias que suceden lejos, en las capitales y en otros países. Van a afectar gravemente a nuestra calidad de vida, a la disponibilidad de bienes y servicios, que ya es mediocre.
Sostengo que la mejor manera de enfrentarnos a las consecuencias del colapso es reinventar la manera de vivir en el entorno rural, volver a vivir de un modo sencillo pero autosuficiente, sin depender del centro, edificando un organismo social que vive en el medio natural, lo cuida y lo respeta y en el que todas las personas tienen cubiertas sus necesidades básicas.
El colapso ya ha empezado
La crisis ha estallado. Ha venido para quedarse y no regresaremos a «lo de antes», porque es imposible. El confinamiento ha sido el único modo de detener la transmisión de la enfermedad, se ha prolongado durante meses y muy probablemente deberá repetirse y prolongarse ante la persistencia del virus y la incompatibilidad entre esta epidemia contagiosa y nuestro marcado carácter social.
Las repercusiones económicas, en todo el mundo, de este parón de la actividad económica son aún impredecibles: miles de empresas han cerrado, sectores completos de la economía hundidos, la deuda global es ya impagable. El impacto sobre la vida de la gente va a a ser brutal, en términos de pérdida de ingresos e inestabilidad en el empleo.
La crisis económica era ya muy preocupante antes de la pandemia, con una brecha de desigualdad lacerante, empleos precarios, salarios bajos y con los servicios sociales del estado del bienestar mermados y privatizados en gran medida. La actual depresión, que es la continuación de la fallida crisis financiera de 2008, se agrava con la necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero para frenar el calentamiento del planeta y con un altísimo endeudamiento de todas las economías, que ha hundido la demanda, poniendo en entredicho el mercado globalizado y la producción deslocalizada. Puedes consultar el nivel de deuda de cada país en la web del FMI
La deuda global se ha triplicado en los últimos 20 años y supera ya el 300% del PIB global. Es, literalmente, impagable
La causa de esta crisis múltiple, económica, sanitaria, climática y financiera es el modelo de capitalismo de libre mercado, que alimenta un modo de vida basado en la sobre-producción y el hiper-consumo. Estas son las consecuencias de una economía que debe crecer continuamente para no caer, devorando grandes cantidades de recursos materiales y de energía.
Y, como nuestra sociedad no es más que un subsistema de la esfera biológica y física del planeta en el que vivimos y la esfera biofísica no es inagotable, hemos llegado hace ya tiempo a un punto en el que nuestro sistema productivo ha sobrepasado los límites de la Tierra. Esta es una crisis sistémica, el final del juego del capitalismo. Y no parece que haya otra solución razonable más que frenar, bajar el ritmo, vivir de un modo más frugal, dejar de crecer o, usando un término generalmente aceptado, decrecer.
El colapso en las grandes ciudades
Serán muchas las consecuencias, en todos los ámbitos de la vida, del colapso del sistema económico en el que vivimos. El efecto más evidente es ya la extensión del desempleo, consecuencia del cese de actividad de muchas empresas y autónomos. Muchas de «nuestras» grandes empresas son en realidad secciones deslocalizadas de su entramado productivo central, que se instalaron en España para aprovechar la disponibilidad de mano de obra cualificada pero más barata, ventajas fiscales y acuerdos ventajosos sobre el precio de la energía. Pero con el colapso y la rotura de sus cadenas de valor regresa también el proteccionismo comercial y el repliegue de las empresas deslocalizadas a sus países de origen.
Con la caída de las grandes empresas, que ejercen de motor de la economía, quedarán también asfixiadas miles de empresas auxiliares que proporcionan componentes, productos y servicios a las grandes y que dan trabajo a centenares de miles de familias. A su vez, la caída de la actividad abocará al cierre a un ejército de autónomos y pequeños empresarios que facilitan el funcionamiento del tejido productivo con sus actividades industriales y mercantiles.
Si tras la pandemia no se recupera un nivel de empleo suficiente, quedará al descubierto la fragilidad de los sistemas de protección social, que ya estaban gravemente disminuidos y privatizados. Al disminuir los ingresos fiscales llegará el aumento del déficit y las administraciones, que sólo conocen las reglas del capitalismo neoliberal, impondrán severos recortes presupuestarios. Las listas de espera de la sanidad seguirán alargándose por los recortes y las personas dependientes seguirán esperando, hasta morir, la prestación a la que tienen derecho. Sin ingresos y agotadas las prestaciones sociales, el hambre será una realidad lacerante. El cuidado de los niños y las personas mayores, exigirá medidas de conciliación para que los sacrificios de los cuidados no recaigan exclusivamente en las mujeres. Las redes de apoyo vecinales, ante la incapacidad de las administraciones, tendrán que organizarse para atender de la mejor manera posible los bancos de alimentos, las colas de los comedores sociales y la acogida de personas sin techo.
Y, como una pescadilla que se muerde la cola, la caída de la demanda consolidará aun más el decaimiento de la actividad económica y sus consecuencias. La actividad comercial se ralentizará, lo que repercutirá finalmente sobre todos los sectores económicos, la agricultura, la industria y los servicios. El daño se extenderá hacia los sectores que, en una situación de gran debilidad, no se consideran vitales o esenciales, como la publicidad, la cultura, el diseño gráfico, los gimnasios, etc.
El impacto del colapso en las zonas rurales
Quienes vivimos en las zonas rurales dependemos de la vitalidad de la economía de las ciudades y notaremos, con la prolongación de la crisis, un agravamiento de las carencias que ya padecemos, resultantes de nuestra posición subordinada respecto del centro.
Con la atonía económica, el paro llegará también a los pueblos. No solo por el cese de actividad en aquellas empresas radicadas en las zonas rurales, lejos de la ciudad, sino que también aquellas personas del rural que tienen empleos a tiempo parcial en la ciudad, podrían ver reducirse o desaparecer su fuente de ingresos.
Del mismo modo, la reducción del poder adquisitivo de los habitantes de la ciudad que son nuestros habituales visitantes de fin de semana, podría presionar a la baja la demanda de nuestros servicios, fundamentalmente turismo y hostelería, que han sido una importante fuente de ingresos para el mundo rural.
La mayor parte del poder de decisión, en lo que respecta a gasto e inversión, reside en el centro, donde se encuentran los organismos administrativos superiores, básicamente la Diputación provincial y la Comunidad Autónoma. La consecuencia directa del parón económico provocado por la pandemia, será una caída brusca del PIB, que la AIREF estimó en un -18,5% entre mayo y junio de 2020. Las administraciones tendrán que acometer ajustes presupuestarios que muy probablemente repercutirán sobre la calidad de los servicios públicos (sanidad, enseñanza, transporte público, etc.) que ya eran deficitarios antes de la pandemia.
La escasez de servicios que sufren las zonas rurales puede agravarse bastante si la atonía económica empuja a la empresas concesionarias de servicios a reducir los servicios prestados o a renunciar a las concesiones. ¿Qué empresa de transporte de viajeros querrá asumir un servicio, que ya es deficitario, si sigue bajando la demanda y el monto de la licitación es más escaso? ¿Qué empresa de ambulancias querrá o podrá prestar un servicio de calidad si se reduce aún más el importe de la concesión?
La llegada de suministros a las zonas rurales se complicará si las redes de distribución acusan un bajón de la demanda. El transporte de mercancías ya está sumergido, a escala global, en una crisis profunda por la caída de la demanda. El índice Cass Freight evalúa el volumen de mercancías manejado por todos los modos de transporte a escala global, exceptuando productos a granel como cereales, carbón o productos derivados del petróleo, y muestra una caída de actividad que ya iguala a la de la crisis de 2008. Muchas de las cadenas de suministro están rotas, por efecto del cierre de empresas, de modo que la producción de bienes de todo tipo está interrumpida.
Con pocos recursos propios en el mundo rural, obligados a decrecer como todo el mundo y con una escasez agravada de suministros y de servicios ¿como encarar el futuro?
Por una ruralidad autosuficiente
La era del desarrollismo a toda costa ha dejado las comarcas rurales convertidas en zonas de sacrificio. La agricultura tradicional ya no es rentable, porque la agricultura industrial y la industria alimentaria dominan una estructura productiva a la que no le interesan las pequeñas producciones. El campo está cubierto de terrenos baldíos, que son muy apetecibles para inversiones en minería, macro-granjas, grandes extensiones de monocultivo intensivo y proyectos fotovoltaicos y eólicos, que destrozan el territorio, contaminan el aire y el agua y arrasan la biodiversidad, llevándose lejos los beneficios económicos de esas actividades económicas.
Nuestros jóvenes han emigrado a la ciudad, porque en el rural las perspectivas de empleo son escasas y la vida de la gran ciudad es un reclamo muy poderoso, dejando atrás una población envejecida, que apenas puede mantener un consultorio médico o un colegio abierto. A cambio, ofrecemos experiencias de rusticidad, de autenticidad, a los urbanitas que vienen a hacer lo que llaman «turismo rural», a respirar aire puro y a comer bien, antes de regresar a su vorágine cotidiana.
Pero la gran crisis que se avecina puede ser un gran acicate para invertir nuestra relación con la ciudad y hacernos dueños de nuestro destino. El colapso económico global nos empujará a replantearnos las alternativas para nuestra supervivencia. Tenemos que valorar en su justa medida lo que somos: una zona rural, lejos del agobio de la gran ciudad, en un entorno natural privilegiado. Tenemos todo lo necesario para vivir una vida plena, muy modesta y frugal si se quiere, pero de gran calidad humana. Esa es nuestra fuerza y estos son los mimbres con los que podemos construir nuestra nueva realidad a partir de ahora.
La resignación debe ser cosa del pasado. Ya no hay razones para envidiar la vida en la ciudad, de la que se decía que estaba llena de oportunidades mientras en el rural sobrevivíamos con sus migajas. De hecho es mejor no esperar nada del centro y empezar a vivir en el rural como si no existiese, porque con el colapso las ciudades se habrán empobrecido, la vida se volverá cada vez más angustiosa y peligrosa y ya no goteará desde la ciudad esa riqueza que llegaba al rural.
La nueva ruralidad (un término aún ignoto para la RAE) es la expresión del deseo de vivir una vida independizada de la ciudad, con una economía propia, tan autosuficiente como sea posible, para satisfacer nuestras necesidades principales, las que fundamentan un modo de vida plenamente humano, en un entorno afectivo y seguro.
Se trata de querer vivir una vida plena en el pueblo, de desear un nuevo modo de vida rural, cultivando los alimentos que necesitamos, confeccionando la ropa y el calzado que utilizamos, sin esperar a que la quiebra de la producción agrícola industrial nos deje sin comida o que el colapso de la industria y el transporte global nos deje sin la ropa y el calzado barato que venía de algún país asiático.
Podemos organizar nuestros propios modos de transporte, cuidar de nuestros mayores, celebrar de nuevo las ferias y mercados de productores locales, recoger, reutilizar y reciclar nuestros residuos adoptando, en definitiva, una actitud proactiva para complementar o mejorar las escasas ayudas, prestaciones y servicios que nos concederán desde unos centros de decisión colapsados por la debacle económica.
La enorme crisis económica desatada como consecuencia de la pandemia del COVID-19, que ha obligado a detener la actividad de la industria, el comercio y los servicios y a confinar a la población del planeta durante meses, ha abierto una ocasión de oro para transitar hacia una economía más sostenible.
Obviamente, los sectores privilegiados del sistema neoliberal aspiran a retornar, cuando pase el período álgido de la pandemia, a una «normalidad» en la que vuelvan a fluir sin cesar sus beneficios. Pero ese retorno al estatus económico y social anterior a la pandemia va a ser extraordinariamente difícil, por no decir imposible, porque su receta para reparar el daño causado, la única receta que conocen, es monetaria: inundar de liquidez el mercado, haciendo que los bancos centrales lo rieguen de dinero, comprando deuda pública y privada.
La epidemia del COVID-19 ha puesto a prueba el discurso de la solidaridad de la unión europea, incapaz de poner en pie instrumentos comunes de ayuda y mutualización de la deuda.
Pero la crisis económica y la deuda global eran ya gigantescas antes de que estallase la epidemia. La actividad económica estaba ya en clara recesión, con una demanda fuertemente deprimida y un enfrentamiento comercial entre los dos gigantes, China y Norteamérica, a la vez que se desataba una crisis energética, causada por la guerra de precios del crudo, para hacer frente a la baja demanda, entre Rusia, Arabia Saudita y Estados Unidos.
Así pues, la crisis económica no es achacable en exclusiva a la pandemia del COVID-19. El virus ha sido un catalizador, un disparador que ha precipitado una situación preexistente. Por lo tanto, no hay una situación «normal» a la que regresar. Muchos países están endeudados más allá de lo que pueden soportar. Asumir nuevos préstamos para hacer frente al shock económico causado por el cese de actividad sólo agravará su situación. Si las élites consiguen retomar el control será imponiendo mucho dolor y sufrimiento, que cargarán durante lustros sobre grandes masas de población marginada, precarizada y empobrecida. Como siempre.
¿Cómo salir del colapso?
Para nuestro gobierno, recomponer el estado anterior de nuestra economía es un problema difícil de resolver y requiere un esfuerzo enorme, que podría servir sólo para reconstruir un escenario sombrío. Nuestra economía estaba ya fuertemente desequilibrada, con un sector público desmantelado, carente de músculo industrial y tecnológico y con una excesiva dependencia del turismo.
Para salir del confinamiento, todos los sectores y actividades económicas están reclamando ayudas desesperadamente. Todas las empresas, grandes y pequeñas exigen inyecciones de liquidez para no quebrar. Todas las pymes y los autónomos esperan medidas de rescate. Obviamente no habrá dinero para todos, ni como deuda, ni como aportaciones a fondo perdido. El gobierno se enfrenta a una complicada toma de decisiones para recomponer la actividad económica. ¿Cuáles pueden ser sus prioridades? ¿Qué sectores rescatar? ¿Qué sectores abandonar a su suerte?
Muchos sectores económicos de la vieja economía se han visto obligados a parar
El actor Ricardo Darín hizo un comentario durante una entrevista, que retrata el absurdo modelo de economía en el que estamos viviendo. Con las medidas de confinamiento, sólo hemos podido salir de casa para ir a comprar lo esencial y resulta que, cuando sólo consumimos lo que necesitamos, el sistema se hunde. Nuestros gobiernos, todos, deberían plantearse cuáles son nuestras prioridades, cuáles son las actividades económicas y sociales esenciales, cuáles son superfluas y cuáles son y han sido dañinas y habría que abandonar.
El confinamiento y el parón de la actividad desataron el pánico entre los inversores
Ciertamente, como decía Darín, el sistema se ha hundido ante la incertidumbre creada por el parón de una maquinaria económica que corre cuesta abajo con miedo de tropezar. El dinero siempre tiene miedo y las bolsas reflejaron una caída del 40% en pocos días, pasando el indicador IBEX 35 de los 10.100 puntos a valer sólo 6.100 puntos. Ese es el momento que aprovechan los especuladores para comprar acciones a un precio muy barato, confiando en sacar un gran rendimiento al venderlas cuando volvamos a la mítica normalidad. De ahí los rebotes de la cotización en los días siguientes a la caída.
El momento es ahora
El gobierno se enfrenta al delicado problema de asignar fondos, ya sean procedentes de recursos propios o de programas de estímulo europeo, para recomponer el viejo sistema económico. Pero, ¿qué pasaría si en lugar de inyectar dinero o abrir líneas de crédito barato para mantener a flote las empresas, el gobierno se decidiese a comprar selectivamente acciones de empresas estratégicas ahora que han perdido valor? Es una intervención en el mercado en toda regla. Una ocasión de oro en un momento de pánico.
Si el gobierno tuviese un plan de reconversión, para transitar hacia una economía verde, menos dependiente de los combustibles importados y con mayor peso de nuestra propia investigación y desarrollo, podría intervenir en el mercado para hacerse con una posición mayoritaria en aquellas empresas y sectores esenciales para desarrollar su plan de reconversión.
El momento es ideal y es oportuno. En lugar de inyectar dinero, puede comprar acciones, con visión estratégica, para situar a la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) como agente principal de los consejos de administración, mejorando su participación actualmente minoritaria en empresas y sectores importantes y, de paso, acelerando la reordenación de la SEPI para deshacerse de algunas empresas, en las que tiene una posición mayoritaria cuya necesidad es muy discutible.
Actualmente la SEPI ya es mayoritaria en 15 empresas, algunas de interés estratégico para la transición hacia una economía verde (Navantia, Tragsa, Mercasa, Saeca, Correos), otras de dudoso interés (Enusa, Ensa, Mayasa, Sepides, Cofivacasa) y otras claramente prescindibles (Hipódromo, Defex, Cetarsa). La actividad de estas empresas puede y debe ser orientada a los objetivos de la construcción de la nueva economía.
Por otra parte, la SEPI es aún minoritaria en algunos sectores estratégicos (Red Eléctrica Española (20%), Ebro Foods (10%), Enagas (5%), Hispasat (7,5%) y en empresas de tecnología aeronáutica y espacial. Hay además otros sectores de actividad estratégicos en los que la SEPI tiene aún una posición irrelevante. Es aquí, en estos sectores, en los que el gobierno de España podría aprovechar la coyuntura para adquirir una posición dominante para pilotar la transición energética e industrial.
Algunos ejemplos
La industria naval. Los astilleros de Navantia pueden producir toda clase de navíos de guerra, pero también producen plataformas de energía eólica marina, ancladas y flotantes. La industria naval española no está pasando por un buen momento, como tampoco la coreana o la danesa, y depende de las cargas de trabajo que le llegan de otros países, que suelen consistir en la construcción de navíos de guerra (Venezuela, Arabia Saudita). Si el Plan Nacional de Energía y Clima apostase por el despliegue masivo de energía eólica marina, nuestra industria naval tendría una carga de trabajo enorme y un futuro brillante.
Tecnología eólica producida en los astilleros de Navantia
El transporte de mercancías. Hay un gran acuerdo en que el ferrocarril convencional electrificado es la mejor opción para el transporte de personas y mercancías en España. Así pues sería interesante diseñar una red de ferrocarriles, muy bien mallada, que comunique de forma transversal todos los núcleos de población actuales. Convertir las estaciones en nodos de conexión intermodal con las redes de transporte urbano y comunicadas con pistas ciclables para el transporte de mercancías de último kilómetro.
También debe planificarse la red de ferrocarril para que potencie la ordenación del territorio, facilitando el desarrollo de zonas que actualmente están desatendidas. El desarrollo de la industria de transporte sostenible, que incluye la producción de toda clase de vehículos y de una nueva red de ferrocarriles no se puede confiar a la iniciativa privada. Tenemos suficiente capacidad industrial y de innovación tecnológica para producir los vehículos que necesitamos.
Sistemas y vehículos de transporte y carga
La industria farmacéutica. Nuestro sistema de salud tiene una dependencia absoluta de medicamentos producidos por laboratorios privados. El precio de los medicamentos lo fijan las empresas farmacéuticas libremente, en un mercado sin regulación. España se gasta en medicamentos un fortunón, 20.000 millones anuales, que representa algo más de la mitad de lo que nos gastamos en energía.
¿Por qué no aspirar a la soberanía farmacéutica? Tenemos los medios, un tejido científico e investigador de primer nivel y capacidad tecnológica e industrial para producir nuestros propios medicamentos. Lo que sugiero es que la SEPI tome el control de algunas firmas relevantes de la industria farmacéutica.
Resumiendo
La pandemia ha puesto patas arriba nuestra vieja economía, periférica y muy dependiente del mercado globalizado. Las redes globales de suministro y comercialización se han caído, la pandemia ha obligado a parar el tráfico aéreo y marítimo. No tiene sentido confiar de nuevo en la deslocalización de la producción.
No sabemos cómo superaremos el impacto económico de la pandemia, pero lo que si sabemos es que el nuevo escenario económico ha de ser distinto del actual, autárquico en una cierta medida, más ecológico, más solidario y centrado en las personas. Más vale que tomemos posiciones para ser soberanos y autosuficientes.
Cuando se desata una crisis global, al libre mercado se le ven las costuras. Y es que a la economía neoliberal le pasa lo mismo que al emperador con su traje nuevo: tiene las vergüenzas al aire. Los agentes del poder económico, cuando vienen mal dadas, acuden al estado para que les saque las castañas del fuego, para que compre su deuda, facilite los despidos, alivie sus cargas fiscales y les dispense de sus obligaciones sociales. En la crisis desatada por la pandemia del virus COVID-19, al igual que en la crisis financiera de 2008, se ha vuelto a manifestar. El libre mercado, la famosa clave de bóveda de la economía neoliberal, es sólo una fachada de cartón piedra.
Desde los primeros años de la década de los 80, la doctrina neoliberal se afianzó con Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en Reino Unido. Ambos promovieron la desregulación del sector financiero, la flexibilización del mercado laboral, la privatización de empresas públicas, grandes rebajas fiscales a las corporaciones y reducción del poder de los sindicatos. Desde entonces, el neoliberalismo se ha impuesto como dogma, con el libre comercio como principio rector, una drástica reducción del gasto público y el rechazo de la intervención del Estado en la economía, en favor del sector privado.
Para el poder económico, el liberalismo tiene una excelente imagen gracias al discurso que difunden sus medios de comunicación y sus instrumentos políticos. Asocian, equiparan y confunden deliberadamente el liberalismo con el principio de libertad. Se jactan de ser defensores a ultranza de la libertad por ser liberales, un truco semántico que oculta la falta de parentesco entre ambos conceptos. Además, el fracaso de las experiencias de socialismo real, que no fueron más que formas de capitalismo de estado monopolista y violento, les permite apoderarse de un relato histórico de superioridad moral. Así, con su falta de honestidad intelectual, equiparan capitalismo y libertad.
Pero cuando alaban la libertad (de mercado) se refieren, en realidad, a la inexistencia de cualquier supervisión sobre su funcionamiento por parte de los estados, ni de sus gobiernos regionales o locales. Sostienen que el mercado se autorregula y que su mano invisible resolverá los posibles desajustes. Por eso aspiran a un mercado sin reglas, un mercado salvaje, en el que todo vale. Libertad para vender, sin normas ambientales, sin asumir externalidades ni costes colaterales, sin supervisión por parte de la ciudadanía, de los sindicatos o de las instituciones sanitarias. Y para asegurarlo firman tratados supranacionales de comercio y protección de sus inversiones, en los que las disputas y desacuerdos se puedan dirimir en tribunales privados, al margen de la justicia.
Hay que intervenir el mercado
Pero a estas alturas del siglo XXI, se están acumulando demasiadas tensiones: el calentamiento del planeta está ya fuera de control, la deuda global es una burbuja gigantesca que no deja de crecer, el abismo de desigualdad entre una exigua minoría de ricos y ultra-ricos y la inmensa mayoría de pobres y ultra-pobres es lacerante, olas de emigrantes se agolpan en las fronteras de los países ricos, defendidas a sangre y fuego, mientras la escasez de recursos y el declive del petróleo han desatado las recientes guerras por las reservas que quedan.
La paralización parcial de las actividades económicas durante la pandemia del COVID-19 ha desatado el pánico en los mercados bursátiles
En este escenario, la pandemia del coronavirus ha puesto al descubierto la fragilidad de la economía globalizada y ha desatado el miedo en el mundo financiero. Los gobiernos toman medidas de forma conservadora, de nivel limitado al principio, para ir paso a paso y reducir al mínimo el daño para la actividad productiva y comercial. Pero el virus es insidioso y se extiende sin freno, obligando a los países a tomar medidas cada vez más drásticas, incluyendo el confinamiento de ciudades enteras y el aislamiento internacional, aunque pongan en peligro la economía. Sabemos ya que el impacto de la pandemia será muy grande, que probablemente tras la epidemia vendrá una profunda crisis económica, pero las instituciones se esfuerzan en transmitir mensajes de confianza en que pronto volveremos a la normalidad. Sin embargo, esa normalidad a la que queremos volver, lo recuerdo, está cuajada de conflictos sin resolver.
La crisis financiera de 2008, que estalló con la estafa de las hipotecas sub-prime, sigue sin resolverse. No se corrigió el exceso de financiarización de la economía, al contrario, los bancos centrales inundaron de liquidez el mercado con políticas monetarias, consistentes en la compra de activos financieros y deuda, bajo el nombre de expansión cuantitativa (Quantitative Easing). Ante el previsible descalabro económico como consecuencia del COVID-19, el BCE insiste otra vez en la receta de la deuda y promete 700.000 millones iniciales para salir del paso. Una receta ya conocida que sólo sirve para limitar la soberanía de los estados.
Algunos países, ante la más que probable crisis económica, se plantean incluso dejar de atender la emergencia sanitaria
Pero esta vez el capitalismo está en una encrucijada de crisis múltiple, una crisis terminal y no va a salir de ella, fundamentalmente porque el planeta no da más de si. Como dice la economista Lidia Brun, investigadora doctoral en Macroeconomía y Desigualdad en la Universidad Libre de Bruselas (ULB), «el coronavirus ha expuesto muchas vulnerabilidades de la economía global que son estructurales y a las que ya había que hacer frente antes de que esta crisis nos estallara en la cara.»
Según el informe especial del IPCC, para tener un margen de probabilidades razonable de que el calentamiento global no supere 1,5ºC (un 66% para ser más preciso), debemos reducir las emisiones de CO2 a un ritmo cercano al 9% anual. Eso significa recortar las emisiones de cada uno de los sectores de nuestra economía a un ritmo endiablado, retirando un 9% cada año, para que en 2030 nuestras emisiones se hayan reducido al 50%.
Inventario de emisiones en España Fuente: Ministerio de Transición ecológica 2018
Tomemos las emisiones de GEI en España y tratemos de elaborar una agenda de reducciones, del 9% para el 2021, lo mismo para el 2022 y así sucesivamente hasta 2030. ¿Cómo hacerlo? Abandonar la minería o la industria química, por ejemplo, sólo retiraría el 5,7% de gases y generaría un problema social descomunal. Cerrar anualmente un 10% de la actividad de cada sector, para cumplir con la curva propuesta por el IPCC, sería una tragedia económica y social si no somos capaces de crear, a la vez, suficiente tejido productivo, crear empleo y generar riqueza. Ningún partido político se atreverá a proponer un programa electoral semejante.
Y sin embargo, el cambio climático y sus consecuencias catastróficas nos abocan a un futuro más amenazador que un virus, un futuro sin esperanza para las siguientes generaciones. En otras palabras, no nos queda otro remedio que poner patas arriba y cambiar el actual sistema económico y social. Para frenar la emergencia climática, reducir la brecha de desigualdad y detener el derroche de recursos hay que abandonar el libre mercado globalizado y transitar hacia otro modelo económico localizado, sostenible y socialmente justo, descarbonizado, libre de emisiones y respetuoso con la vida. No hay otro camino que abandonar el modelo capitalista neoliberal pero ¿cómo hacerlo?
El principio de la sagrada libertad de mercado sólo opera cuando las cosas van bien. En tiempos de vacas gordas, los poderes económicos consideran un sacrilegio cualquier medida de regulación (que se lo pregunten a los economistas discípulos de Milton Friedman). En cambio, cuando las cosas vienen mal dadas todos los centros de poder económico, la banca, la patronal de los empresarios, los centros financieros, etc. se dirigen al gobierno a pedir que intervenga para sacarles las castañas del fuego. ¿Cómo hacerlo sin alterar las reglas sagradas del capitalismo? ¿Alguien cree que se puede transformar la economía sin intervenir enérgicamente el mercado? Es obvio que no.
Un período transitorio de adaptación
Así pues, el camino de la transición exige, necesariamente, la intervención del mercado desde el poder democrático. Considerémoslo como un período de emergencia, de 30 o 40 años. Un período de economía dirigida, muy regulada, con estímulos fiscales y económicos dirigidos a conseguir los fines de la reconversión industrial y económica hacia una nueva economía. Se trata de marcar límites al capitalismo, unos límites acordados democráticamente, para alcanzar mayores cotas de bienestar social y respeto ambiental.
Ahora es preciso poner coto al mercado salvaje para dirigir la economía en la dirección de la descarbonización, la justicia social y el respeto por la biosfera. Citando de nuevo a Lidia Brun en este artículo: El Estado puede impulsar cambios en el sector productivo, incluyendo cláusulas de condicionalidad en las ayudas y las licitaciones públicas que tengan en cuenta criterios de risk-sharing (comprometerse a extender crédito comercial a clientes y proveedores), de equidad (no repartir dividendos, mejorar condiciones laborales) o de sostenibilidad (tanto financiera como climática). Se trata de poner en pie una economía del bien común, un instrumento constitucional que haga de España un estado social y en el que toda la riqueza esté al servicio del interés general.
La oportunidad de la crisis que viene
Obviamente, la transición hacia esa otra economía no puede ser impuesta. Estamos en una democracia liberal y el único camino viable es una acuerdo mayoritario, reflejado en un pacto de estado, que fije objetivos compartidos por encima de las discrepancias y las distintas sensibilidades políticas y que permanezca en el tiempo, independientemente de la composición de los sucesivos gobiernos.
¿Será posible alcanzar ese pacto de estado a la luz de nuestra experiencia política? Nuestra historia reciente no invita al optimismo. Las heridas de la guerra civil siguen abiertas y la transición pactada sólo ha pretendido cubrir el pasado con un velo de olvido. La pulsión cainita entre vencedores y vencidos persiste y se refleja todavía en maneras políticas miserables. Pero es posible que las cosas no vuelvan a ser como antes al superar el período álgido de la pandemia, que nos dejará una imagen mucho mejor de nosotros mismos y una conciencia socialmente extendida de lo importante que es el cuidado de lo común. La crisis económica que seguirá, con gran probabilidad, a la pandemia abrirá un período en el que la ideología neoliberal, manifiestamente fracasada, deberá dar paso a políticas de estímulo e inversión pública masiva. Es el momento de plantear cuál es la dirección correcta para esas inversiones, es el momento de corregir el rumbo de la economía, para no volver a repetir los mismos errores.
Sería adecuado elaborar un libro blanco para la transición, que sirva para abrir un debate social profundo y vivo y cristalice en programas de acción política sometidos al veredicto de las urnas. Debería someterse a discusión pública el papel y el alcance de cada uno de los sectores de la economía, en el contexto de crisis múltiple que se avecina: la minería, la industria pesada, la generación de energía, el transporte, la agricultura, etc, con la máxima participación ciudadana, para tratar de compartir objetivos entre la mayoría de las fuerzas políticas
Dirigir la economía del país, utilizando la inversión pública como principal creadora de actividad y empleo, hacia el objetivo de la máxima autosuficiencia nacional posible. Una forma de que la administración pueda desempeñar ese papel director, sin alterar mucho el modus operandi actual, consistiría en ampliar la participación de la SEPI en los sectores clave de la economía y la industria. Aislar (suprimir todas las ayudas y estímulos) la actividad económica de las empresas cuya actividad es contraria a las metas de la transición ecológica y energética. Ampliar la declaración (o la consideración) de zonas de alto valor ecológico para convertir la mitad (es un objetivo) del territorio del estado en áreas protegidas, compatibles con la agricultura ecológica, la ganadería extensiva y el pastoreo.
Hará falta abordar también la reforma de la Constitución, al menos en los puntos en los que se regula la libertad de empresa, y derogar la reforma del artículo 135, que prioriza el pago de la deuda sobre cualquier otro criterio de gasto. Por el contrario, la nueva economía se construye a partir de una profunda reforma fiscal para dotar a las arcas públicas del músculo suficiente para emprender la reconversión durante el período especial.
La transición ecológica y social puede parecer difícil, muchos incluso sostendrán que es imposible, pero el reto que tenemos delante es de una magnitud tal que los cambios necesarios son imprescindibles. Este es un buen momento de intentarlo, tenemos que conseguirlo y para eso hay que creer en que es posible.
La epidemia del COVID-19 está siendo un ensayo general, a pequeña escala, del muy probable colapso de la economía capitalista. Poblaciones enteras confinadas en sus ciudades, prohibición de viajar, actos multitudinarios cancelados y las instituciones desbordadas y bloqueadas, incapaces de tomar decisiones. Prácticamente todos los sectores de la economía afectados y con grandes pérdidas: el transporte, el turismo, la distribución, las finanzas. Y los servicios públicos, la enseñanza, la sanidad y los cuidados a mayores y dependientes, que ya habían sido sometidos a importantes recortes, sometidos a un fuerte estrés y al borde del colapso.
Las ciudades se llenan de escenas propias de una distopía cinematográfica a raíz de la epidemia de COVID-19
La crisis sanitaria y económica abierta por la epidemia, que ahora ocupan todo el tiempo de los medios, ha venido a añadirse a la crisis climática, más silenciosa pero que no ha dejado de agravarse año tras año, como lo reflejan todos los informes científicos. A pesar de ello, todas las conferencias de las partes convocadas hasta ahora por Naciones Unidas han terminado en fracaso y, aún sabiendo que las consecuencias del calentamiento global son mucho más devastadoras, no hemos conseguido que los jefes de estado se pongan de acuerdo. A pesar de que está afectando y afectará a un número muchísimo mayor de personas, que morirán o se verán obligadas a migrar en masa, no conseguimos que adopten compromisos vinculantes.
El problema se llama capitalismo
El calentamiento global tiene un origen antropogénico innegable. Está causado por un sistema económico y social depredador, que preconiza el crecimiento incesante de la riqueza monetaria. Para crecer ha convertido la posesión de bienes y el consumo en el motor de la economía, generando una escala de valores en los que el lucro y la competitividad son sus objetivos principales. Este sistema, al que llamamos capitalismo ultraliberal, se ha convertido en el discurso hegemónico y se ha globalizado, imponiendo su discurso como pensamiento único tras el fracaso de las experiencias del llamado «socialismo real», simbolizado en el momento icónico de la caída del muro de Berlín.
La justificación teórica de la construcción económica y social capitalista brota de la obra de Adam Smith «La Riqueza de las Naciones«, en la que argumenta que perseguir el interés propio de cada individuo conduce al bienestar general. La asunción literal de este predicado ha servido de justificación, con el apoyo de importantes escuelas de economía, para desarrollar un sistema social insolidario, en el que hay un abismo de desigualdad e injusticia y un reparto obsceno de la riqueza.
Pero el cambio climático ha venido a romper ese devenir histórico triunfal del capitalismo, porque sólo tiene una solución: abandonar el consumo de combustibles fósiles y reducir drásticamente el consumo de energía y materiales. Eso significa poner fin a la producción masiva deslocalizada, al consumo compulsivo, al comercio global y las redes globales de transporte, al turismo masivo y la agricultura industrial, entre otras. Significa, en definitiva, renunciar a las sociedades económicamente avanzadas tal y como las concibe el pensamiento dominante.
Quienes ostentan algún poder o privilegio en este estado de cosas consideran que terminar con el orden económico capitalista es una distopía imposible, que no pueden ni quieren siquiera imaginar, una vuelta a tiempos pretéritos que no saben muy bien cómo calificar, describiéndolo como «volver a las cavernas» o «volver al siglo XVIII», antes de la revolución industrial. En todo caso lo consideran un retroceso a tiempos oscuros de la humanidad, un fracaso.
La crisis tiene salida
Sin embargo, las generaciones jóvenes son cada vez más conscientes de que están abocadas a un futuro negro e inseguro, en un planeta esquilmado, en el que la vida será dura y difícil, quizá imposible. Por eso exigen acciones decididas para abandonar el consumo de combustibles fósiles y detener el deterioro del clima. Estas exigencias, evidentemente justas y razonables, son calificadas de radicales e imposibles por la industria, la banca y los partidos defensores del liberalismo.
Los jóvenes de todo el mundo exigen a los adultos que tomen decisiones para detener el calentamiento global y el deterioro de biosfera, con huelgas escolares y manifestaciones. Foto Martin Meissner (AP)
Pero abandonar el mantra del crecimiento no significa volver al pasado. ¿Quien puede querer volver a aquellos tiempos oscuros de imperios en descomposición, al enfrentamiento entre estados nación y a la vergüenza del colonialismo?. De hecho, aunque quisiéramos no podríamos volver hacia atrás, borrar lo aprendido y olvidar todo lo que ya sabemos:
Que cooperar es siempre mejor que competir, a pesar de que la competitividad está incrustada como el valor supremo en la economía y en todas las esferas de la vida.
Que una sociedad construida en base al bien común es más estable y segura que una sociedad desigual, en la que cada cual persigue su propio interés
Que no es mejor lo más grande, más potente y más lujoso, sino lo que satisface mejor las necesidades de la gente con menores recursos
Que perseguir a toda costa la creación de riqueza nos hace perder de vista lo importante que es el sostenimiento de la vida, el cuidado de las personas y del entorno.
Que la propiedad privada no puede ser un tabú intocable. Que toda la riqueza debe estar, como dice la Constitución en su artículo 128.1, que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general y que hay que explorar nuevas formas de sustituir el dogma de la propiedad por el derecho de uso común de los bienes.
Hablemos del miedo
La epidemia del virus COVID-19 pasará. Tardará quizá unos meses y resurgirá, quizá, el año que viene porque se quedará a vivir entre nosotros hasta que no tengamos una vacuna eficaz para erradicarlo. Pero el calentamiento del planeta seguirá agravándose sin dar mucho miedo, pero sin dar marcha atrás, si no tomamos medidas drásticas. Medidas que deberán ir dirigidas, inevitablemente, a transformar profundamente nuestra economía para reducir las emisiones de GEI, dejar de consumir fósiles y consumir mucho menos.
Esa transformación económica necesariamente producirá un desplazamiento de la fuerza de trabajo, creando nuevos empleos en el sector agrícola y ganadero, en los cuidados remunerados (educación, salud, dependencia, etc.), en los sectores de las energías renovables y en los servicios. Por otra parte, se destruirá empleo en sectores intensivos en energía, especialmente en transporte, turismo y construcción. Desaparecerá una gran parte del comercio global e internacional y, por otra parte, se revitalizarán actividades industriales y manufactureras (confección, muebles, calzado, elaboración de alimentos, etc.) para cubrir las necesidades de la gente.
El cierre de numerosas instalaciones y actividades producirá un desplazamiento y reconversión de la fuerza de trabajo
Es lógico que estas inevitables transformaciones generen miedo. Miedo a la pobreza, a las penurias, la inseguridad y el desamparo. Por eso es tan importante que nos anticipemos a la destrucción de empleos y el cierre de empresas, poniendo en pie toda clase de iniciativas de autosuficiencia comunitaria. Porque si las consecuencias de la transformación de la economía nos asustan, tanto miedo o más debería producirnos nuestra incapacidad para poner freno al cambio climático, poniendo en juego la sostenibilidad de la vida en el planeta y la propia especie humana.
Construir una nueva ruralidad.
Así pues, es necesario desmontar el actual sistema económico, aunque asuste a algunos. Digamos que debemos abandonar el crecimiento o digamos que debemos decrecer. Decrecer no es una tragedia, sino una necesidad y una magnífica oportunidad para organizar de un modo más sensato nuestra manera de vivir, construyendo una economía más pequeña, más cercana y menos industrializada y reduciendo de forma muy importante el consumo de energía y materiales.
En cierto modo, se trata de abandonar la acumulación y el consumismo para alcanzar un modo de vida voluntariamente frugal, más propio de las sociedades rurales que de las mega-urbes hipertecnificadas. No se trata de volver a la ruralidad del pasado, como temen algunos, sino a una nueva ruralidad. Una ruralidad más evolucionada, que vive en el territorio y no del territorio.
Una ruralidad autosuficiente y no periférica, que recupera el control y la dinámica de su propia existencia, gracias al debilitamiento de los lazos con el centro. Una ruralidad dueña de su tiempo, más pausado y comunitario.
El mercado de productores locales es un espacio idóneo para socializar
Una ruralidad que recupera el valor de las relaciones interpersonales y los saberes compartidos. Encontrarnos de nuevo en el mercado, recuperar los telares, volver a hacer pan, pastorear ovejas, cultivar los alimentos que vamos a comer. Una nueva ruralidad, que respeta los límites físicos del planeta que nuestros antepasados tenían asumidos.
Aprovechemos la crisis económica y social generada por la epidemia para reflexionar sobre nuestra vulnerabilidad, la de todas las personas, cualquiera que sea su país, su religión, sus intereses y opciones políticas, ante un minúsculo organismo que no conoce fronteras. Y recordemos también que el cambio climático sigue agravándose y pende, como espada de Damocles, sobre la biosfera y el futuro de la especie humana. Tenemos que abordar una época de grandes cambios, no exentos de penurias e incertidumbres pero, al mismo tiempo, cargada de oportunidades de recuperar una vida más plena en un mundo más amable. Tenemos que hacerlo, sabemos que somos capaces, podemos hacerlo.
Este es un artículo difícil de escribir. Lo es porque debo advertir que, en el estado actual de la tecnología, las energías fotovoltaica y eólica no pueden reemplazar a los combustibles fósiles. Esas tecnologías energéticas no pueden autoreplicarse y, por tanto, no pueden mantener la sociedad industrial en la que vivimos, ni siquiera renunciando al crecimiento. Pero debo hacerlo tratando de evitar el desánimo, porque sí pueden ser una solución transitoria y complementaria, mientras haya otras fuentes energéticas disponibles. Pero cuando la energía fósil abundante y barata se acabe, las energías renovables solo podrán alimentar sociedades y economías más frugales y menos complejas que la actual.
Placas fotovoltaicas para autoconsumo, fijadas al tejado de una vivienda con una inclinación fija.
Variabilidad, intermitencia y bajo factor de capacidad
El primer y principal problema de las energías renovables, de la energía solar y la eólica, es que son intermitentes, inestables y requieren alguna tecnología de almacenamiento. La energía solar varía demasiado. No puede proporcionar la misma energía durante todos los días del año, ni durante todas las horas del día. La insolación en un punto del mapa está relacionada fundamentalmente con su latitud: en los países escandinavos la energía de radiación solar que reciben en invierno es 15 veces menor que en verano, mientras que en el Golfo Pérsico la radiación en invierno es sólo la mitad que en verano.
A la izquierda, la producción estándar de una placa fotovoltaica a lo largo de un día soleado. A la derecha, la producción de una planta fotovoltaica durante cuatro días consecutivos de noviembre.
El factor de capacidad de una central eléctrica, que es la relación entre la energía realmente producida y la que podría haber entregado si hubiese estado funcionando a plena carga todo el tiempo, es bastante desfavorable en el caso de las plantas fotovoltaicas. En lugares en los que la potencia de la radiación solar por unidad de superficie es inferior a 150 vatios por metro cuadrado, el factor de capacidad no llegará al 12%. Sólo en lugares en los que el sol irradia unos 200 w/m2 el factor de capacidad puede alcanzar un modesto 25%. En países templados, como España, la mayoría de las plantas fotovoltaicas no alcanzan el 20% de capacidad y en determinadas condiciones, si está nublado, el factor de capacidad puede ser inferior al 10%.
Lo mismo puede decirse de la energía eólica, que depende de que el viento tenga una velocidad comprendida entre un mínimo de 5 m/s (18 km/h) y un máximo de 14 m/s (50 Km/h). Si el viento es demasiado fuerte como, por ejemplo de 25 m/s (90 Km/h) de media durante 10 minutos, los aerogeneradores de eje horizontal (HAWT) deben pararse por cuestiones de seguridad en posición de bandera. No es así en los aerogeneradores de eje vertical (VAWT), que no necesitan orientarse frente al viento.
Central compuesta por generadores eólicos
El viento es un fenómeno meteorológico muy aleatorio y difícilmente predecible. Por eso, el factor de capacidad de una central eólica suele situarse entre el 15% y el 30%. Sólo en instalaciones offshore, en zonas marítimas alejadas de la costa y con vientos favorables, pueden alcanzarse factores de capacidad que se acercan al 35%.
Dependencia de los fósiles
Para avanzar hacia una economía descarbonizada y libre de emisiones, confiamos en poder sustituir las actuales centrales eléctricas, que consumen carbón y gas, por centrales de energías renovables que utilizan sólo el sol y el viento y librarnos así de los combustibles fósiles. Pero para fabricar los paneles solares y las turbinas eólicas harán falta importantes cantidades de energía fósil. Las industrias que producen los materiales, componentes y sistemas de las energías renovables necesitan combustibles o son electro-intensivas: minería, cementeras, metalúrgicas, siderurgia, etc. El transporte y el montaje en su emplazamiento también necesita maquinaria que utiliza fósiles.
La obtención de materiales metálicos, en la siderurgia y la metalurgia, consume mucha energía
Por otra parte, las plantas de generación eléctrica a partir del sol y el viento no son autosuficientes y deben estar respaldadas por otras fuentes de energía, para hacer frente a las intermitencias. En esos casos, la mejor opción es la generación eléctrica en plantas de ciclo combinado de gas. Pero, a medida que más plantas de energía solar y eólica entren en red, para cumplir los objetivos de descarbonización de la UE y de España, aumentará la demanda de respaldo procedente de plantas de combustibles fósiles. Este es un problema que los gobiernos mejor dispuestos no saben aún cómo enfrentar.
Algunos países, como Indonesia, proyectan una transición energética realista sin abandonar la energía fósil
Actualmente, en España disponemos de centrales hidráulicas, nucleares y de combustibles fósiles (gas natural y carbón) para compensar las fallas del viento o para funcionar todo el tiempo cuando no hay viento ni sol. Podemos poner fecha al cierre de las nucleares y a las térmicas de carbón, pero es ilusorio creer que podremos llegar a tener un sistema eléctrico 100% renovable y sin combustibles fósiles. Muchos países ni se lo plantean.
Una TRE demasiado baja
¿Cuándo entregará energía neta una planta de generación eléctrica fotovoltaica? ¿En qué momento se puede considerar que la energía producida a partir del sol ha amortizado la energía fósil invertida en su fabricación? Las plantas fotovoltaicas pueden terminar su vida útil sin haber entregado un solo julio de energía neta. Sobre todo si consideramos los aportes de energía fósil necesarios para estabilizar la red eléctrica en horas de baja producción renovable.
Recordemos que la Tasa de Retorno Energético (TRE) de un sistema es una relación entre la energía efectivamente producida y la energía que ha sido necesario invertir para producirla. Si tenemos en cuenta que para fabricar una planta fotovoltaica ha sido preciso extraer minerales, refinarlos, producir metales, fabricar componentes, etc. Y, si la red no puede funcionar en horas bajas sin utilizar energía de otras fuentes fósiles, es probable que la TRE de una red eléctrica con gran penetración fotovoltaica sea menor que 1, es decir, que sea una inversión sin sentido económico, ni energético, ni ecológico.
Proceso esquemático de producción de paneles fotovoltaicos
Tengamos en cuenta, además, que el período de vida útil estimado de las placas fotovoltaicas ronda los 25 años, durante los cuales estarán sometidas a factores imponderables de envejecimiento prematuro, a los rigores de la intemperie, el polvo, el granizo, las deyecciones de las aves y una radiación solar directa, intensa y continuada. Al terminar su vida útil habrá que reemplazarlas por otras nuevas y, en ese momento, quedarán dos preguntas pendientes: ¿las plantas fotovoltaicas han sido rentables desde el punto de vista energético? ¿cuál será la situación de las energías fósiles disponibles en el año, digamos, 2050? ¿Podremos producir nuevos captadores solares y sustituir a los envejecidos? Es difícil responder a esto.
Exuberancia de tecnologías, formatos y normas
Los tamaños de los paneles, su formato, su potencia y sus parámetros eléctricos no están normalizados. Hay una enorme variedad de modelos, con distintos tamaños y prestaciones. En el mercado de módulos fotovoltaicos, la falta de normalización tiene efectos devastadores. Si hay que reemplazar un módulo en una matriz hay que recurrir al fabricante de origen de la instalación, que puede haber abandonado la producción de ese modelo o puede haber desparecido del mercado.
La mayoría de las células y paneles solares se fabrican en China. Durante los últimos 10 años, muchas compañías han entrado en el mercado de paneles solares y han abandonado porque la rentabilidad no alcanzaba sus expectativas. Los fabricantes garantizan sus módulos solares habitualmente de 10 a 30 años y los inversores DC/AC de 5 a 15 años, pero no están exentos de averías. Se introducen continuamente módulos e inversores nuevos y mejorados de modo que, generalmente, un modelo o una línea de productos se mantiene en el mercado de 2 a 4 años. ¿Cómo encontrar un panel fotovoltaico, de las mismas dimensiones y prestaciones eléctricas, para sustituir a un módulo averiado o roto que ya tiene unos años?
Una parte importante de la industria ha abandonado, desde hace 40 años, la sana costumbre de la normalización, uno de los fundamentos de la cultura industrial del siglo XX. Gracias a la normalización, los productos de distintos fabricantes eran intercambiables entre si: bujías de encendido, material eléctrico, cintas magnetofónicas, etc. Pero en la década de los 80, coincidiendo con la aparición del vídeo doméstico, muchas industrias tecnológicas adoptaron una estrategia para desplazar a los competidores, adoptando formatos propios, de acuerdo a su propio estándar patentado. De ese modo obligan al cliente que los ha «elegido» a comprar los productos y accesorios de su marca, que encajan perfectamente con su estándar, con el fin de mantenerlos cautivos o, como ellos dicen, de «fidelizarlos». La falta de normalización en el mercado fotovoltaico es un grave inconveniente.
Poco útiles para la regulación y los servicios de ajuste de red
El sistema eléctrico tiene un operador principal, que en España es Red Eléctrica Española (REE), que planifica la energía que hará falta en cada una de las horas del día siguiente. Con esa planificación, los productores ofrecen en el mercado eléctrico su producción, hasta cubrir la demanda prevista y estableciendo su precio.
Demanda eléctrica del martes 25 de febrero de 2020. Puede verse la demanda prevista (en verde), la demanda real (en amarillo) y la potencia de generación programada. Fuente: REE
Las centrales eléctricas suelen están compuestas por varios grupos generadores, que a lo largo del día se pueden poner en marcha o parar para atender la demanda, siguiendo la línea roja del gráfico de previsión. Algunas de las tecnologías de generación, como la hidráulica o la térmica de gas, permiten arrancar, regular o parar grupos de generadores con rapidez. En las centrales nucleares, en cambio, arrancar o de parar un grupo es un proceso delicado, que debe estar escrupulosamente controlado, manteniendo la refrigeración. Si analizamos la estructura de la generación de un día cualquiera, podemos comparar la flexibilidad de las distintas tecnologías:
Estructura de generación del día 25 de febrero de 2020, comparando las variaciones en las distintas tecnologías que entran en el mix energético Fuente: REE, elaboración propia
Se ve claramente que la energía nuclear funciona a piñón fijo, sin variaciones a lo largo del día. No se puede contar con ella para regular la demanda. También se ve que las centrales térmicas de carbón experimentan pocas variaciones a lo largo del día, porque utilizan calderas de combustión con una gran inercia térmica. Las plantas eólicas experimentan variaciones, a lo largo del día, relacionadas fundamentalmente con la cantidad y velocidad del viento disponible, aunque una parte de ellas (30%) sí participan en los servicios de ajuste del sistema. Las plantas fotovoltaicas por su parte no pueden regular la potencia que entregan, que depende exclusivamente de la irradiancia solar. Las tecnologías más útiles para regular la potencia entregada a la red y atender la demanda son, como se puede ver en la figura, la hidráulica, controlando el paso y el caudal de agua, y las plantas térmicas de gas, en las que es fácil controlar la combustión.
En resumen, las tecnologías renovables son poco útiles, en el caso de la eólica, o nada útiles, en el caso de la fotovoltaica, para atender las variaciones de la demanda y los necesarios ajustes de la red a lo largo del día. No va a ser posible tener un sistema eléctrico 100% renovable, en el que la estructura de generación se atienda sólo con renovables puesto que necesitan el respaldo de otras fuentes de energía.
Las renovables no pueden autoreplicarse
Para que una tecnología energética pueda sostener una determinada civilización debe ser capaz de producir energía, en cantidad suficiente para reproducirse y entregar, además, un excedente con el que mantener los servicios requeridos por esa civilización. Merece la pena considerar el papel de los combustibles fósiles en nuestro modelo social actual. Desde comienzos del siglo XX, han bastado para sostener la propia industria de extracción, refino y distribución de productos petrolíferos y, además, han hecho posible con sus excedentes el enorme desarrollo de la industria, el transporte y los servicios de nuestras sociedades hiper-consumistas. En comparación con el petróleo, la leña fue la fuente de energía principal que hizo posible otro tipo de sociedades, rurales, pequeñas y simples, en las que la leña, convertida en carbón, servía como combustible para cocinar y para calentarse y reponer la fuerza de trabajo.
El desmantelamiento de viejos generadores, imposible sin energía fósil.
Las renovables, sin embargo, tienen una intensidad energética baja y, como ya he explicado, son muy dependientes de los combustibles fósiles. No sirven por si solas para fundir arena, ni para fabricar cemento, ni para arrancar minerales, transportarlos a las plantas metalúrgicas y convertirlos en metales con los que se puedan fabricar los componentes. Tampoco sirven, no hay que olvidarlo, para desmantelar y procesar las propias plantas y sistemas obsoletos y envejecidos al terminar su vida útil. Dicho de otro modo, no hay posibilidades de transitar a sociedades sostenidas por una matriz 100% renovable.
El contexto económico y político
Además hay un obstáculo en España, y posiblemente en otros países, para el desarrollo de las energías renovables. Su aparición amenaza la concentración de poder en el sector energético que las considera, a la vez, una oportunidad y un peligro. Las pocas (cinco) empresas que controlan el pastel del mercado energético maniobran, aprovechando sus estrechas relaciones con el poder político, para que el desarrollo de las renovables se haga de modo que no perjudique su negocio y su tasa de beneficios.
Las plantas de energía eólica de eje horizontal son las preferidas de las grandes empresas del sector, porque casan muy bien con el modelo empresarial vigente y ofrecen una eficiencia razonable. Hay, en cambio, poquísimos ejemplos de generación eólica promovida de forma comunitaria. Es cierto que las plantas eólicas requieren fuertes inversiones, pero a esas transnacionales no les falta músculo financiero, también necesitan grandes extensiones de terreno, habitualmente deshabitado, pero les resulta fácil conseguir concesiones en esas zonas despobladas y, de paso, adornan la imagen verde y sostenible de sus empresas, que tienen en su cartera centrales de carbón muy contaminantes y centrales nucleares, con muy mala imagen pública.
Primer proyecto de energía eólica de promoción colectiva. Enlace: Viure del Aire
La energía fotovoltaica es otro cantar, porque permite instalaciones de autoproducción a cualquier escala, con inversiones cada vez menores. Las instalaciones privadas de autoconsumo para el hogar, una comunidad o un negocio, son manifestaciones de que es posible la generación distribuida y a pequeña escala, que las empresas del oligopolio consideran una amenaza para su modelo de negocio. De hecho, el primer esfuerzo gubernamental para impulsar la energía renovable, con primas razonables para estimular la inversión se convirtió, tras un cambio de gobierno de otro signo político, en una revocación con carácter retroactivo de las primas, lo que llevó a la ruina a más de 50.000 familias y pequeños inversores.
Desde la reforma de la ley del sector eléctrico promovida por el gobierno del PP en 2012, el desarrollo de la fotovoltaica para autoconsumo se frenó en seco en España por el clima de inseguridad jurídica que creó.
Este desequilibrio, entre un poderosísimo sector empresarial que conoce y utiliza todos los resortes de su poder y sus 28 millones de consumidores cautivos, junto a la debilidad y falta de apoyo de las administraciones a la reforma del sistema energético y la inseguridad jurídica creada por la experiencia política del «impuesto al sol» dejan un terreno inhóspito para la implantación de las renovables y la democratización de la energía.
Conclusiones
Mientras haya combustibles fósiles podremos seguir desplegando plantas de las llamadas energías renovables. Las plantas eólicas centrarán el interés de las grandes compañías energéticas que componen nuestro Big Energy (Endesa, Iberdrola, Naturgy, Repsol) porque, aunque requieren más músculo financiero, tienen una producción más estable que la solar y pueden utilizarse parcialmente en la regulación de la red. Las plantas eólicas seguirán consolidando el poder oligopólico de esas pocas empresas que dominan el mercado energético en España.
La energía fotovoltaica encontrará su aplicación óptima en proyectos de autoconsumo doméstico, industrial y agrario, recarga de vehículos, etc. Mientras haya energía fósil habrá industria fotovoltaica. Aun así, en ese tiempo, los grandes huertos solares dejarán de ser interesantes por su bajo rendimiento, su bajo factor de carga y, sobre todo, cuando empiecen a acumularse las averías en paneles y equipos electrónicos inversores (con una garantía de 10 años).
Frente al poder del Big Energy esperamos que sigan apareciendo y creciendo proyectos de energía comunitaria, que pretenden democratizar la energía y devolverle su rol de servicio: proyectos de generación distribuida, a pequeña escala y próximos al área de consumo; de cooperativas de generación y comercialización de energías renovables, etc. Pero para que se desarrollen esas iniciativas democratizadoras, que permitan desarrollar proyectos eólicos comunitarios, es imprescindible el apoyo decidido de las administraciones, siguiendo el ejemplo de buenas prácticas como la Community Energy Scotland, en Escocia.
Pero cuando la energía fósil escasee y cuando la energía nuclear termine su actual ciclo extendido, se planteará la crisis de la energía en toda su crudeza. Nuestra economía es demasiado dependiente del petróleo y de los combustibles fósiles, sin ellos no es posible la aviación comercial, el transporte terrestre y marítimo y la agricultura industrial. Las energías renovables, que tienen poca densidad energética, una TRE demasiado baja y que necesitan el respaldo de otras fuentes de energía no podrán reemplazar a los combustibles ni podrán, por tanto, reemplazarse a si mismas. Entonces veremos la enorme magnitud del cambio social que nos espera.